La Spe Salvi


Acabo de releer la encíclica Spe Salvi, de S.S. Benedicto XVI (2007).
Es un documento muy interesante, acerca de la esperanza cristiana. 
La forma en la que escribe es muy ordenada, como siempre, parece que estamos leyendo no un documento de un Papa, sino un ensayo de un filósofo. 
De ella, dice Mario Vargas Llosa: “… sus tres encíclicas -sobre todo la segunda, Spe Salvi, de 2007, dedicada a analizar la naturaleza bifronte de la ciencia que puede enriquecer de manera extraordinaria la vida humana pero también destruirla y degradarla, tienen un vigor dialéctico y una elegancia expositiva que destacan nítidamente entre los textos convencionales y redundantes, escritos para convencidos, que suele producir el Vaticano desde hace mucho tiempo” (REFORMA, “El Hombre que estorbaba”,feb 2013).
La “Spe Salvi,” es ante todo, un documento de la Iglesia, que nos lleva de la mano desde la definición de esperanza en el espíritu original de la sagrada escritura, pasando por una reflexión acerca de la vida eterna, y continua haciendo reflexiones muy profundas acerca de la esperanza en los tiempos modernos, hasta concluir con lo que define como “lugares de enseñanza” para la esperanza.
No eso solo un documento religioso, es un ensayo filosófico que lo mismo critica una parte de la obra de Marx, que cita a Kant, a la escuela de Frankfurt, a Santo Tomás de Aquino, a Bacon o a Dostoievsky.
Hace una crítica muy sólida (y válida) al avance de la ciencia, cuando carece de ética. 
A los creyentes nos habla de la oración, de la esperanza y de la solidaridad hacia los demás. 

Tiene pasajes francamente luminosos de profundo cuestionamiento moderno: 
22. Así, pues, nos encontramos de nuevo ante la pregunta: ¿Qué podemos esperar? Es necesaria una autocrítica de la edad moderna en diálogo con el cristianismo y con su concepción de la esperanza. En este diálogo, los cristianos, en el contexto de sus conocimientos y experiencias, tienen también que aprender de nuevo en qué consiste realmente su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo que no pueden ofrecerle. Es necesario que en la autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces. Sobre esto sólo se puede intentar hacer aquí alguna observación. Ante todo hay que preguntarse: ¿Qué significa realmente « progreso »; qué es lo que promete y qué es lo que no promete? Ya en el siglo XIX había una crítica a la fe en el progreso. En el siglo XX, Theodor W. Adorno expresó de manera drástica la incertidumbre de la fe en el progreso: el progreso, visto de cerca, sería el progreso que va de la honda a la superbomba. Ahora bien, éste es de hecho un aspecto del progreso que no se debe disimular. Dicho de otro modo: la ambigüedad del progreso resulta evidente. Indudablemente, ofrece nuevas posibilidades para el bien, pero también abre posibilidades abismales para el mal, posibilidades que antes no existían. Todos nosotros hemos sido testigos de cómo el progreso, en manos equivocadas, puede convertirse, y se ha convertido de hecho, en un progreso terrible en el mal. Si el progreso técnico no se corresponde con un progreso en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre interior (cf. Ef 3,16; 2 Co 4,16), no es un progreso sino una amenaza para el hombre y para el mundo.
23. Por lo que se refiere a los dos grandes temas « razón » y « libertad », aquí sólo se pueden señalar las cuestiones relacionadas con ellos. Ciertamente, la razón es el gran don de Dios al hombre, y la victoria de la razón sobre la irracionalidad es también un objetivo de la fe cristiana. Pero ¿cuándo domina realmente la razón? ¿Acaso cuando se ha apartado de Dios? ¿Cuando se ha hecho ciega para Dios? La razón del poder y del hacer ¿es ya toda la razón? Si el progreso, para ser progreso, necesita el crecimiento moral de la humanidad, entonces la razón del poder y del hacer debe ser integrada con la misma urgencia mediante la apertura de la razón a las fuerzas salvadoras de la fe, al discernimiento entre el bien y el mal. Sólo de este modo se convierte en una razón realmente humana. Sólo se vuelve humana si es capaz de indicar el camino a la voluntad, y esto sólo lo puede hacer si mira más allá de sí misma. En caso contrario, la situación del hombre, en el desequilibrio entre la capacidad material, por un lado, y la falta de juicio del corazón, por otro, se convierte en una amenaza para sí mismo y para la creación. Por eso, hablando de libertad, se ha de recordar que la libertad humana requiere que concurran varias libertades. Sin embargo, esto no se puede lograr si no está determinado por un común e intrínseco criterio de medida, que es fundamento y meta de nuestra libertad. Digámoslo ahora de manera muy sencilla: el hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza. Visto el desarrollo de la edad moderna, la afirmación de san Pablo citada al principio (Ef 2,12) se demuestra muy realista y simplemente verdadera. Por tanto, no cabe duda de que un « reino de Dios » instaurado sin Dios –un reino, pues, sólo del hombre– desemboca inevitablemente en « el final perverso » de todas las cosas descrito por Kant: lo hemos visto y lo seguimos viendo siempre una y otra vez. Pero tampoco cabe duda de que Dios entra realmente en las cosas humanas a condición de que no sólo lo pensemos nosotros, sino que Él mismo salga a nuestro encuentro y nos hable. Por eso la razón necesita de la fe para llegar a ser totalmente ella misma: razón y fe se necesitan mutuamente para realizar su verdadera naturaleza y su misión.
La verdadera fisonomía de la esperanza cristiana
24. Preguntémonos ahora de nuevo: ¿qué podemos esperar? Y ¿qué es lo que no podemos esperar? Ante todo hemos de constatar que un progreso acumulativo sólo es posible en lo material. Aquí, en el conocimiento progresivo de las estructuras de la materia, y en relación con los inventos cada día más avanzados, hay claramente una continuidad del progreso hacia un dominio cada vez mayor de la naturaleza. En cambio, en el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una posibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones. No están nunca ya tomadas para nosotros por otros; en este caso, en efecto, ya no seríamos libres. La libertad presupone que en las decisiones fundamentales cada hombre, cada generación, tenga un nuevo inicio. Es verdad que las nuevas generaciones pueden construir a partir de los conocimientos y experiencias de quienes les han precedido, así como aprovecharse del tesoro moral de toda la humanidad. Pero también pueden rechazarlo, ya que éste no puede tener la misma evidencia que los inventos materiales. El tesoro moral de la humanidad no está disponible como lo están en cambio los instrumentos que se usan; existe como invitación a la libertad y como posibilidad para ella. Pero esto significa que:
a) El recto estado de las cosas humanas, el bienestar moral del mundo, nunca puede garantizarse solamente a través de estructuras, por muy válidas que éstas sean. Dichas estructuras no sólo son importantes, sino necesarias; sin embargo, no pueden ni deben dejar al margen la libertad del hombre. Incluso las mejores estructuras funcionan únicamente cuando en una comunidad existen unas convicciones vivas capaces de motivar a los hombres para una adhesión libre al ordenamiento comunitario. La libertad necesita una convicción; una convicción no existe por sí misma, sino que ha de ser conquistada comunitariamente siempre de nuevo.
b) Puesto que el hombre sigue siendo siempre libre y su libertad es también siempre frágil, nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente consolidado. Quien promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre, hace una falsa promesa, pues ignora la libertad humana. La libertad debe ser conquistada para el bien una y otra vez. La libre adhesión al bien nunca existe simplemente por sí misma. Si hubiera estructuras que establecieran de manera definitiva una determinada –buena– condición del mundo, se negaría la libertad del hombre, y por eso, a fin de cuentas, en modo alguno serían estructuras buenas.”

En resumen, es un documento pastoral para los creyentes, y un ensayo de ética para los no creyentes. 

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